Defender la Historia es defender la sociedad
Se anunció como parte de la Reforma educativa propuesta -o impuesta- por el Ejecutivo, una reducción de las horas de Historia y Ciencias Sociales para extender las horas de Lenguaje y Matemáticas. Se dice que ello permitiría reforzar el desarrollo de habilidades, especialmente de comprensión lectora, lo que redundaría en una mayor “facilidad” para adquirir los contenidos de la asignatura en cuestión.
No estoy de acuerdo. Se parte de una premisa equivocada. Aunque esta vez no creo que se trate de un equívoco inocente. El currículum educativo nunca lo es.
Hay quienes creen que el conocimiento histórico es un conjunto de datos que memorizar, que como mucho amplían la cultura general, y que en definitiva no presta la menor utilidad social. Siendo así, no sería necesario contar con las cuatro horas actuales, e incluso habrá quienes crean que con menos bastaría. Pero se equivocan, en un error –insisto- intencionado.
Definir la utilidad de la historia encierra una serie de lugares comunes: es “magíster vitae”, permite “no repetir los errores del pasado”, o saber “quienes somos, de dónde venimos”. Todo muy cierto, pero tal vez haga falta precisión: el conocimiento histórico es socialmente útil porque forma habilidades que permiten el funcionamiento de la sociedad: la participación ciudadana, la preocupación por la sustentabilidad social y ambiental del desarrollo, el pensamiento crítico y el compromiso con el mejoramiento comunitario, son el trasfondo del análisis de las relaciones espaciales, de estudio de los procesos histórico-sociales en toda su complejidad, y de la reflexión cultural. Todo ello constituye un valioso capital social, que requiere de tiempos para su formación, y cuya falta sólo hace posible que las brechas se agranden, que los valores que fisuran la sociedad se extiendan, que el individualismo más acérrimo dicte las pautas de comportamiento, que las problemáticas sociales se agraven, y con ello también sus respuestas, desde el exitismo vaciado de sentido de algunos, hasta la delictividad –transversal- que a otros tienta.
Hay otros, a su vez, que sólo ven en el reclamo una pataleta gremial de un profesorado temeroso de los cambios, de la evaluación y de las pérdidas económicas. Algo hay de esto último, legítimamente. Pero la Educación no es opción de quien busque fortuna y fracase en un negocio. La vocación de una buena parte del profesorado es indiscutible, habiendo escogido tan dura labor frente a tan poco estímulo. La reducción horaria preocupa, pero mucho más en función de la habilidades sociales que no serán desarrolladas, y el impacto negativo que esto acarreará. Agregarían tal vez que el problema es la calidad de los docentes, canción vieja y que resuena con más eco en la boca de padres más ausentes y despreocupados que los propios acusados. En tal caso el problema no es de horas, como tampoco debieran serlo las soluciones. Al contrario, es un problema de formación, en un país de universidades fantasmas que forman pedagogías sin la debida calidad acreditada. Y eso a nadie le importa. Ni una sola palabra. No se puede aplaudir la solución si con la misma mano se aplaude el problema.
No hay razón alguna que justifique la reducción horaria. Las ciencias sociales aportan a la comprensión lectora la posibilidad de entender la información en contextos, de situarse en la discusión pública, de interpretar profunda y críticamente lo que ocurre, y de imaginar, proponer y construir realidades diferentes, que mejoren lo que existe. Es, como dicen los didactas, como aprender a leer los diarios, pero entre líneas. Penoso que algunos crean que ello es innecesario. ¿Será que lo que creen innecesario es, en definitiva, que la sociedad la conformemos todos? ¿Será que en vez de entender críticamente las noticias de los diarios, lo único que creen necesario es que la gente aprenda a entender bien la cuenta del supermercado?
Defender hoy la historia es defender la sociedad. Es defender la filosofía y las artes amenazadas. Es defender la humanidad como medida de lo existente. Defender la sociedad de la técnica vacía, de la falta de ideas y de la insensibilidad. Defenderla de su descomposición, de los puentes y los edificios derrumbados, de los muros que segregan las ciudadades, de toda la barbarie tecnocrática de los que ven números, y no personas. Defender la historia, como siempre ha sido, es humanizar.
No estoy de acuerdo. Se parte de una premisa equivocada. Aunque esta vez no creo que se trate de un equívoco inocente. El currículum educativo nunca lo es.
Hay quienes creen que el conocimiento histórico es un conjunto de datos que memorizar, que como mucho amplían la cultura general, y que en definitiva no presta la menor utilidad social. Siendo así, no sería necesario contar con las cuatro horas actuales, e incluso habrá quienes crean que con menos bastaría. Pero se equivocan, en un error –insisto- intencionado.
Definir la utilidad de la historia encierra una serie de lugares comunes: es “magíster vitae”, permite “no repetir los errores del pasado”, o saber “quienes somos, de dónde venimos”. Todo muy cierto, pero tal vez haga falta precisión: el conocimiento histórico es socialmente útil porque forma habilidades que permiten el funcionamiento de la sociedad: la participación ciudadana, la preocupación por la sustentabilidad social y ambiental del desarrollo, el pensamiento crítico y el compromiso con el mejoramiento comunitario, son el trasfondo del análisis de las relaciones espaciales, de estudio de los procesos histórico-sociales en toda su complejidad, y de la reflexión cultural. Todo ello constituye un valioso capital social, que requiere de tiempos para su formación, y cuya falta sólo hace posible que las brechas se agranden, que los valores que fisuran la sociedad se extiendan, que el individualismo más acérrimo dicte las pautas de comportamiento, que las problemáticas sociales se agraven, y con ello también sus respuestas, desde el exitismo vaciado de sentido de algunos, hasta la delictividad –transversal- que a otros tienta.
Hay otros, a su vez, que sólo ven en el reclamo una pataleta gremial de un profesorado temeroso de los cambios, de la evaluación y de las pérdidas económicas. Algo hay de esto último, legítimamente. Pero la Educación no es opción de quien busque fortuna y fracase en un negocio. La vocación de una buena parte del profesorado es indiscutible, habiendo escogido tan dura labor frente a tan poco estímulo. La reducción horaria preocupa, pero mucho más en función de la habilidades sociales que no serán desarrolladas, y el impacto negativo que esto acarreará. Agregarían tal vez que el problema es la calidad de los docentes, canción vieja y que resuena con más eco en la boca de padres más ausentes y despreocupados que los propios acusados. En tal caso el problema no es de horas, como tampoco debieran serlo las soluciones. Al contrario, es un problema de formación, en un país de universidades fantasmas que forman pedagogías sin la debida calidad acreditada. Y eso a nadie le importa. Ni una sola palabra. No se puede aplaudir la solución si con la misma mano se aplaude el problema.
No hay razón alguna que justifique la reducción horaria. Las ciencias sociales aportan a la comprensión lectora la posibilidad de entender la información en contextos, de situarse en la discusión pública, de interpretar profunda y críticamente lo que ocurre, y de imaginar, proponer y construir realidades diferentes, que mejoren lo que existe. Es, como dicen los didactas, como aprender a leer los diarios, pero entre líneas. Penoso que algunos crean que ello es innecesario. ¿Será que lo que creen innecesario es, en definitiva, que la sociedad la conformemos todos? ¿Será que en vez de entender críticamente las noticias de los diarios, lo único que creen necesario es que la gente aprenda a entender bien la cuenta del supermercado?
Defender hoy la historia es defender la sociedad. Es defender la filosofía y las artes amenazadas. Es defender la humanidad como medida de lo existente. Defender la sociedad de la técnica vacía, de la falta de ideas y de la insensibilidad. Defenderla de su descomposición, de los puentes y los edificios derrumbados, de los muros que segregan las ciudadades, de toda la barbarie tecnocrática de los que ven números, y no personas. Defender la historia, como siempre ha sido, es humanizar.
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